lunes, 26 de marzo de 2012

Capítulo 20


Chanchanchanchaaaaaaaaaaaan
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Mi vida volvía al desastre de siempre, los días se sucedían como en una historia con argumento de muñeca rota. Los cuentos de hadas no eran para mí y  dios quiera quien fuera el ingenio que me creara en el más allá se debía divertir mucho con cada historia hecha añicos, con cada sueño destrozado, con cada lágrima derramada… No sabía qué hacer con mi vida y no sabía si quería tener vida, pero como la opción del suicidio no me había funcionado decidí volver a mis orígenes después de cuatro años. Regresé a España para dedicar tiempo a mi familia que, parecía, era lo único que me quedaba.

Pero no sé si recordáis que no muy lejos de esto, me hice la muerta: mis padres creían que estaba muerta. Fue raro explicarles que estaba viva: mi madre rezó al cielo y agradeció a diferentes dioses de religiones que no sabía ni que existían y mi padre dijo que normal, que siendo tan puta tenía que estar viva. Habían alquilado mi habitación a un chaval un poco raro, se llamaba Jamenson, de unos diez años menos que yo, le gustaba hacer maquetitas de aviones y a veces saltaba desde el tejado y se rompía las piernas. Era un poco anormal. Hijos, pero esto no importa: tomé la decisión más importante. Había estudiado diversas carreras, no había terminado ninguna, pero me quedaban asignaturas. Las terminé. Y para dejar atrás todo aquello... me hice decana de mi Universidad.

Mi labor en la Universidad hizo que la gente se interesara en mi candidatura como presidenta del gobierno. Teniendo en cuenta las candidaturas que por aquellos tiempos había, la mía era la más aceptable para los votantes y salí presidenta. Luego me dijeron que para mantener mi puesto tenía que encontrar pareja para poder darme publicidad en las revistas del corazón. Mi trayectoria sentimental había sido demasiado intensa y mi corazón no podía permitir más golpes de extraños que jugaban a que era su juguete. Tenía un gran programa electoral como la propuesta de la castración química pero decidí que la humanidad no era para mí. Me fue a la Antártida.

Allí conocí a Manos Frías, un hombre de esos que viven en el hielo (esquimales, eso) bastante apuesto. Me enseño el Iglú y tras algunos meses empezamos una relación. Yo estaba allí estudiando los ritmos circadianos de las crías de pingüino con retraso mental que eran abandonadas por sus padres y adoptadas por parejas homosexuales que también tenían problemas mentales. Fue una tesis que bueno, ahora se conoce como Happy Feet. La cosa es que la relación entre Manos Frías y yo no llegó a mucho: normalmente no podíamos hacer cositas de mayores en esa cama tan fría, y comprenderéis que con ese nombre no me atreviera a hacer otras cosas. Corté con él como se corta el frío hielo. Como se corta el frío hielo que le hundió en el gua helada y le mató.

No llegué a cogerle mucho cariño,  cada pedacito de mi alma se rompía  al pensar que en todas las personas que se acercara a mi terminaban, por menos: muerta o atraída por alguien del sexo opuesto al mío. Me quedaba sin posibilidades en este mundo. Continué en la Antártida pero empecé a leer novelas de principios del siglo XX. Me pasé al lado bohemio de la existencia. Mi vida me había demostrado que mi corazón no había nacido en el tiempo que le correspondía. Empecé a relatar mi historia.

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