Sin preámbulos retomamos a Sofi y a Él.
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Él tenía veinticinco
años, era alto, fornido; Él era el príncipe de un cuento de hadas, Él era el
amigo de Ánker y de Erik; Él era un chico que conocí en el grupo de amigos de
Erik en Dinamarca, al que no había prestado mucha atención por lo eclipsada que
me pude haber sentido en algún momento de mi vida con Erik.
Sí, hijos, se llamaba
Él. Por lo poco que hablamos me dijo que se llamaba así porque al nacer era muy
feo, y su madre cuando lo vio preguntó a los médicos, al borde del pánico ¿ÉL?
¡¿ÉL?!. Decía que sus padres no le habían querido. Os preguntareis cómo le
conocí. Si no os lo preguntáis me la suda bastante: estaba de viaje… con sus
amigos. Y que estuviera con sus amigos conlleva que esté Erik. Y Anker.
Mi corazón dio un
vuelco cuando volví a ver a Erik, y diréis hijos míos, que es vuestro padre por
las veces que su nombre atraviesa mi vida; pero no. Mi corazón dio un vuelco
pero mi razón se hizo con el control de la situación; había sido mucho pasado por
él, no merecía la pena ni una sola lágrima por esos ojos. Además, no me dio
mucho tiempo a pensar en no pensar en él porque Anker no tardó en robarme un
beso a los pocos minutos de verle; en ese momento me transmitió como había
conocido a Erik. Era una misión secreta en la que licántropos y purpurinenses
debían colaborar para salvar al mundo. Sí. Anker era un licántropo. No sé cómo
conocí de esa misión fantástica que había unido a mis dos amantes, pero
ese beso que me robó Anker no le gustó a
Él, que no dudó en pasar de mí y comprarse un perro-paloma. Chicos, traedme el
Prozac. Gracias.
Con Él fuera de la historia (murió atropellado por
coger a su perro-paloma) Anker y yo volvimos a empezar una relación. Era
fastidioso andar con él por la calle, sobre todo porque tendía a mear en las
esquinas y en las farolas. Yo intentaba evitarlo, pero era demasiado. Erik
estaba lejos de nosotros, intentando pasar del tema. Lo hacía muy bien: cuando
paseaba con Anker él solía estar en la farola más cercana, asesinándonos con la
mirada. En sus manos llevaba un gatito y lo acariciaba mientras reía. No sé si
se estaría acordando de un chiste. Más tarde supe que el gato era de peluche e
hijos… me deprimí. Y empecé a ir al psiquiatra. Pero esa historia es otra que
no tiene nada que ver pero que os contaré, porque aparece Roberto, un… nada, ya
os contaré. Pues eso hijos. Fue un día que estaba sola en mi casa cuando Erik
apareció por la ventana. Se cayó y se rompió las piernas. Se creía que podía
saltar infinitamente el cabrón.
Saltó infinitamente a mi corazón; destrozando las
barreras de mi razón, de nuevo. Pero estábamos en un problema, mi corazón, aun
sin olvidar a Erik, había aprendido a querer a Anker y ya no sabía vivir sin
sus caricias, su tacto, su compañía; sería por su naturaleza animal doméstico,
pero había conseguido hacerse un hueco en mi corazón.
No podía dejar a Anker pero no sabía vivir sin
querer a Erik. Tomé la decisión que mis años en filosofía y letras me habían
enseñado. Ninguna. Aprendí a dividir mi tiempo con los dos y era feliz, porque
en realidad quería a los dos, de formas distintas porque me aportaban cosas
distintas a mi vida, pero necesarias.
Hijos, una cosa que os he enseñado desde pequeños es
que no podéis quedaros con dos cosas a la vez: por eso os hago elegir entre
comer y dormir. Para que sepáis que la vida no es fácil... y este tramo de mi
vida tampoco.
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