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El cielo se ve distinto en el mar. Fue duro
trabajar en ese barco pesquero, pero me enamoré del entorno. El susurro
nocturno de las olas acunaba mis sueños cada noche, los amaneceres y
atardeceres despertaban mi sonrisa y mi tranquilidad. Pero la expedición
terminó, como todo lo que resulta reconfortante al espíritu. Y regresé a
Madrid; fue allí donde mis altibajos depresivos me hicieron entrar en la
relación innombrable entre las dos bestias y acabar “enganchada” a mi mascota
Maya, con la que seguí feliz y viviendo las aventuras de mi día a día.
Maya
era la única que me comprendia en todo esto. Iba con ella a todos los sitios,
atada en mi muñeca. La llevé a mi universidad para que la viera y nos dedicamos
a tirar piedras a los de letras mientras les increpábamos. Ellos se ocultaban
en sus libros de literatura hispánica, y era gracioso como nos insultaban sin
entender sus palabras. La verdad es que ese periodo de tiempo sin un miembro
entre mis… entre mis amigos fue muy bueno. Pero todo cambió el día que, como
otros, fuimos a tirar gatos a los de artes.
Fue
ese día que, como otro cualquiera, olvidé tomarme mi medicación, pero eso no le
impidió a él acercarse y darme un periódico gratis; yo no le reconocí. Pero él
a mi sí. Estoy segura de que me reconoció porque me besó al verme. El “20
minutos” resbaló entre mis manos al rozar las suyas. Era él, era él… era mi
primer amor. Pero rápido reaccioné, se interpuso a Cantinflas y eso me seguía
pesando; pero miré a Maya y en su gesto risueño supe que no le importaba. Le
volví a besar. Fue sin querer, un acto reflejo a su acercamiento, como si
hubiera nacido para besar esos labios que me transmitieron lo que el Norte y el
Mar me habían dado por separado.
Dejamos
claro que ya no estaba loco, porque a mi con dementes no me gusta salir.
Empezamos una relación y al principio fue muy bonita: le ayudaba a repartir
periódicos y los que sobraban se los tirábamos a los de letras, que los leían
al vuelo. Qué monos son. El hombre se llamaba Michel, y me dijo que venía de
una familia de repartidores. Su madre repartía amor y su padre repartía ostias:
vamos, de una monja y de un cura. Me dijo que si me los presentaba. Y así
conocí a mis suegros, que no aceptaron mucho eso de haber tenido relaciones
anteriormente.
Ese
hecho, sumado a que mis ganas por una relación medianamente seria, similar a
las que había tenido anteriormente, me echaron para atrás. Pero cuando estaba
con él mi opinión cambiaba radicalmente. Tenía ganas de él. Ganas de sus
labios, de su piel, de su aliento, ganas de sus susurros, ganas de sus
caricias. Ganas de pasar el resto de mi vida con él. El pasado no era el ahora
y no iba a dejar que se interpusiera en mi felicidad. Maya me dijo que podía
llamar a Celestina para que me hiciera un apaño. Pero llegados a este punto en
el que mi dependencia por él era casi absoluta a la proposición de: “Si Julieta
fue el Sol para Romeo, tú eres mi destino” Supe que nada sería igual y que no
tendría miedo a nada, nos fugamos a México para casarnos en una ceremonia
ibizenca.
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